La mano que Guía

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El niño avanzaba a regañadientes, lleno de temores, aterido por el frío. Era la primera vez en su vida que entraba en una cueva. ¡Y menuda cueva! La gran distancia recorrida en la más completa oscuridad, y ése inquietante silencio sobrepasaban con creces la más terrible de sus pesadillas. La linterna ceñida en la parte frontal de su casco le ofrecía escaso consuelo, pues la luz apenas penetraba unos cuantos metros en la negrura. No le hubiera sorprendido encontrarse con una extraña y malévola criatura a la vuelta del siguiente recodo de aquel misterioso camino.

Menos mal que, agarrándole firmemente de la mano, estaba su padre. Esa mano fuerte, seca y cálida le ofrecía un consuelo inconmensurable. Era el vínculo inquebrantable con el calor, los colores y la vida que habían dejado atrás, en la superficie.

El padre por su parte caminaba con resolución, seguro de sí mismo, feliz de volver a hollar ese camino tantas veces recorrido. Todavía recordaba con afectuoso cariño el momento en que su viejo amigo Nicholai le inició a la espeleología, en ésa misma cueva. Ahora estaba encantado de poder transmitir esa pasión a su hijo. La oscuridad y el silencio eran un contrapunto perfecto al ajetreo y bullicio de la vida cotidiana. Y qué mejor sitio para esa introspección, esa vuelta al Ser original, que esas catedrales subterráneas que construye la Madre Naturaleza.

Sí, definitivamente, ése sería un gran día para su hijo…La mano que guia

En esas disquisiciones andaban padre e hijo cuando al cabo de una larga caminata llegaron al borde de una profunda sima. El niño se detuvo en seco, acongojado por esa negra inmensidad sin fondo. Su terror se vio acrecentado cuando al tirar una piedra, la oscuridad no le devolvió sonido alguno…

-“¡Papá, Papá! ¿Qué es éso?” preguntó el asustado chiquillo.

-“Intenta descubrirlo por tí mismo, hijo mío.”

Haciendo acopio de valor, el niño gritó a pleno pulmón:

-“¡Terroríficooooo!” “¡Monstruosooooo!” “¡Horribleeeeee!”

A medida que el eco fue ascendiendo, transportando un sonido distorsionado y amenazador, el temblor del chiquillo se hizo patente. Sus ojos buscaban los de su padre queriendo hallar consuelo.

Éste a su vez, exhibiendo una sonrisa tranquilizadora, gritó:

-“¡Maravillosoooooo! “¡Increíbleeeeeeee!” “¡Fabulosooooooooo!”

El mensaje que ahora transmitía el eco tenía claramente unos tintes más amables. El niño, visiblemente más tranquilo y sonriente preguntó de nuevo:

-“¿Qué es éso Papá?

-“Hijo mío, eso es la Vida, y así como la llamas te contesta.”

Javier López de Sabando –

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